En el debate entre monarquía o república el nivel de la defensa de sus respectivos partidarios brilla por su ausencia, tanto en monárquicos como en republicanos. El republicano medio no defiende la república en base a la voluntad popular, que aunque sea una chorrada, por lo menos es preferible a los argumentos que se suelen exponer: “La monarquía es cosa de la antigüedad y estamos en el siglo XXI ya”, “la monarquía cuesta dinero”, y toda clase de argumentos banales. Por otra parte, los monárquicos no defienden la monarquía en base a un principio de paternalismo real como defendían los absolutistas sino que defienden lo que es de facto una república coronada, por el mero papel testimonial del llamado rey carente de poderes reales, de hecho estos no merecen ni recibir un nombre tan digno como el de monárquicos, sería más apropiado llamarlos eunárquicos, por su mala costumbre de tomar por reyes a eunucos.
Nada de esto en realidad importa, guste o no, en el remoto caso de que haya una tercera república española, la diferencia entre eso y lo que tenemos ahora es que pasaremos de un reino bananero a una república bananera. Si hay que formular un argumento contra esta mal llamada monarquía debería ser en base a que representa el actual sistema constitucional, es más interesante y pragmático hablar de las consecuencias sociales de ese cambio. Para entender por qué esto es importante antes hay que saber que muchas veces se llama pesimista a alguien que realmente es un optimista desengañado, pero estos dos conceptos son antagónicos:
Estamos, pues, tan mal preparados para comprender el pesimismo, que con frecuencia empleamos la palabra al revés: denominamos pesimistas, sin razón, a los optimistas desengañados. Cuando nos vemos frente a un hombre que ha sido desafortunado en sus empresas, traicionado en sus más legítimas ambiciones, humillado en sus amores, y que manifiesta su dolor bajo la forma de una revuelta violenta contra la mala fe de sus asociados, la idiotez social o la ceguera del destino, estamos dispuestos a mirarlo como a un pesimista, en lugar de ver en él, casi siempre, a un optimista asqueado, que no ha tenido el valor de cambiar la orientación de sus ideas y que no puede explicarse por qué le ocurren tantas calamidades, contrariamente al orden general que determina el origen de la felicidad.
(…)
El pesimismo es muy diferente del que nos presentan con frecuencia las caricaturas: es una metafísica de las costumbres más bien que una teoría del mundo. Es una concepción de una marcha hacia la liberación, estrechamente ligada, por una parte, al conocimiento experimental que hemos adquirido de los obstáculos que se oponen a la satisfacción de nuestros proyectos (o, si se quiere, ligada al sentimiento de un determinismo social); y por otra parte, a la convicción profunda de nuestra debilidad congénita.1
Entre la llamada “derecha” política, estamos por una parte los pesimistas, y en otra parte los optimistas. Los pesimistas nos caracterizamos por saber que ni el rey ni las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado nos van a salvar de la situación política en la que nos encontramos. Los optimistas son esos constitucionalistas que creen que las cosas se arreglan en los juzgados y firmando papeles, y que creen que si las cosas se ponen feas los mencionados anteriormente nos van a salvar.
Ciertamente lo que queremos es convertir a estos optimistas en optimistas desengañados, porque en política, es este tipo de persona la más impredecible y peligrosa. Cuando arrebatas a alguien una de las cosas a las que se aferraba, cuando le quitas ese salvavidas que creía tener (la monarquía, que no puede ser separada del orden constitucional vigente), es entonces cuando algo hace crack en su mente. Por eso resulta casi imposible convencer a un sector de la derecha de que la monarquía actual va contra nuestros intereses, promueven el feminismo, la inmigración, y todas las agendas progresistas. Juan Carlos es el que permitió que eso ocurriera en primer lugar impulsando la democratización. Su hijo, que lleva con orgullo el pin de la Agenda 2030, no es diferente; de tal palo, tal astilla. No quieren ver esto, no quieren asimilar que eso en lo que creían era, desde el primer minuto, una traición.
La gota que colma no ya el vaso, sino todo el mar, y el punto de no retorno del eunuco real ha sido la firma de los indultos a los separatistas catalanes. A muchos de los optimistas, los eunárquicos, parece que se las ha caído la venda y pueden ver ya con claridad el panorama. Es imperativo que la derecha aproveche la situación y aclame por una república nacional unitaria. Será entonces el fin del constitucionalismo, ya no habrá constitución reconocida ni defendida por nadie. La derecha, liberada del yugo liberal y legalista que la mantenía engañada, renacerá y podrá adoptar retórica y tácticas antidemocráticas, todo estará permitido; nunca hubo rey, reina sólo el caos.
Algunos otros están en fase de negación: “El rey no podía hacer nada, es su deber constitucional”. Pero sin embargo son los mismos que defienden que necesitamos al rey porque “alguien tiene que estar por encima de Sánchez para pararle los pies”. ¿No ven la absurdez de su argumento? ¿de qué sirve que esté por “encima” (no lo está) si no puede negarse, porque no tiene poder real? Usan también este argumento para defender a la misma Unión Europea que ha apoyado los indultos, porque “no podemos dejar que España tenga soberanía, ¡es mejor que nos controle Europa a que nos controle Sánchez!”. Son tan monárquicos con eme minúscula como patriotas con pe minúscula.
Los progresistas que verán su gran sueño cumplido aprovecharán para empezar a intensificar sus demandas. Es el viejo dicho, les das la mano y te arrancan el brazo. Con esto y con los optimistas desengañados, conseguimos el efecto Wechselwirkung (acción recíproca) de Carl von Clausewitz: el radicalismo de unos radicaliza a los otros. En una palabra, la república acelera la polarización social. Y sólo en este sentido, yo voto, señores, a favor de la república.
Esto explica por qué el fascismo, aunque antes de 1922 - por razones de contingencia - asumió una actitud tendencialmente republicana, renunció a la misma antes de la Marcha sobre Roma, convencido de que la cuestión de las formas políticas de un Estado no es, hoy por hoy, preeminente, y que estudiando en el mostrario de las monarquías pasadas y presentes, de las repúblicas pasadas y presentes, resulta que tanto la monarquía como la república no pueden juzgarse bajo especie de eternidad, porque representan formas en que se exterioriza la evolución política, la Historia, la tradición, la psicología de cada país. Ahora, el fascismo ha superado la antítesis monarquía-república, en que se inmovilizó el democraticismo, cargando todas las insuficiencias sobre la primera y haciendo la apología de la segunda como régimen de la perfección. Ahora se ha visto que hay repúblicas íntimamente reaccionarias o absolutistas, y monarquías que acogen los experimentos políticos y sociales más avanzados.2
Referencias
Georges Sorel, Reflexiones sobre la Violencia, p. 18 – 19.
Mussolini y Gentile, La Doctrina del Fascismo, p. 8.
Un monárquico debe ser anticonstitucional.
Eunarquía, eunarquista, dos nuevos términos para uso diario.
Muy buen artículo.